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Sobre los amplificadores a válvulas Brel&Hoven

Artículo Revista "Clásica" (la más importante sobre música y artes audiovisuales)

La emoción contra el neón

Por CLAUDIO URIARTE (Página 12, Revista clásica y Noticias)

El autor de estas líneas confiesa haber estado muy tentado de iniciarlas con una afirmación taxativa y fatal, como que “la polémica sobre si la amplificación valvular es mejor o no, a la transistorizada está resuelta: es mejor” . También confiesa que sintió casi enseguida una instintiva repugnancia por una tesitura de este tipo, primero porque suponía un autoritarismo irrazonado ante el lector y luego porque el veredicto de este “jurado de uno”, dista de ser válido en todos los casos: hay amplificadores transistorizados que suenan espléndidos y otros valvulares que resultan miserables. No obstante, quiso dejar constancia de esa tentación – y de esa frase inicial- para dar testimonio del entusiasmo que le produjo la audición reciente de un nuevo amplificador valvular, comparado con otro transistorizado de similar calidad y precio. El resultado fue una revelación, nada menos, que la diferencia entre el día y la noche.

Hedonistas y puritanos

A lo largo de cuatro décadas, algunos de los audiófilos más discriminativos (esa palabra que todos detestan hoy en día, por más que la discriminación bien entendida sea el principio de todo método del conocimiento), han sostenido bien en alto la bandera de la superioridad del sonido de los amplificadores valvulares sobre sus prácticos y convenientes sucesores transistorizados, que empezaron a instalarse en los anos 60 y ahora dominan la totalidad del mercado de masas. La polémica se mantiene muy viva, y no sólo en los papeles: una parte importante de los electrónicos del audio de high-end es valvular, tecnología a la que se atribuye el mérito de disolver la artificialidad y granularidad de tanta reproducción moderna; no por nada muchos reproductores de high-end de Compact Disc usan válvulas en sus etapas de amplificación.

VALVULAS ATERCIOPELADAS
Los argumentos de los valvularistas en favor de su old-tech son claros y se han mantenido consistentes a través del tiempo: el carácter aterciopelado y eufónico del sonido, la integración holística pero diferenciada de los distintos instrumentos de una orquesta en un ambiente único, junto a un impacto sonoro, una amplitud de banda, una imagen y profundidad estéreo y un rango dinámico subjetivamente mucho mayores a lo que las especificaciones nominales de los equipos podrían sugerir. Contra los transistorizados, las ventajas de los valvulares se traducirían – de acuerdo con esos audiófilos – en una sensación de potencia pero no de agresión, de discriminación instrumental pero no de instrumentos individuales artificial y solitariamente enfocados y destacados -como si hubieran sido grabados dentro de diferentes campanas acústicas- sino sonando en claro juego y relación con otros instrumentos dentro de una acústica común, realista y creíble. Quienes andamos por los 40 años no podemos evitar aquí una especie de dejá-vu al revés, ya que éstos argumentos (enunciados primero en los 60) son muy parecidos a los que muchos de nosotros dirigirnos en favor del sonido de los LP y contra el de los Compact Discs cuando éstos fueron lanzados, en los años 80. Monótonamente, las respuestas también fueron parecidas. Los defensores de los equipos transistorizados -como los fundamentalistas del sonido digital, al menos en su actual formato de 16 bits y 44 kilohertz- apuntaron primero a las mejores marcas obtenidas por sus favoritos en las mediciones de laboratorio, esas carreras de caballos libradas en el hipódromo del osciloscopio: la distorsión armónica de un transistorizado – por ejemplo, y para citar el parámetro más consultado – generalmente anda por e10,1, el 0,01 o e1 0,001 por ciento, mientras la de un valvular puede llegar a un 3 o un 5 por ciento; las válvulas pueden ser susceptibles al efecto de retroalimentación acústica conocido como “microfonismo” , por el cual captan la vibración causada por la misma música que está siendo reproducida y la envían de vuelta a los parlantes como si fuera una señal musical genuina, causando una especie de empastamiento acústico; y los equipos (salvo que se manejen dimensiones y costos señoriales, bordeando la excentricidad) suelen ser de baja potencia, requiriendo o bien parlantes extremadamente eficientes (que tienden a ser imprecisos) o música extremadamente tranquila. A estas descalificaciones técnicas, los paladines de la modernidad a transistores agregaban algunas de orden práctico: las válvulas, que son caras, se queman cada tanto – a veces impredecible e inexplicable- mente – y son difíciles de cambiar – requiriendo a menudo la ayuda de personal especializado – ; el equipo debe ser precalentado por bastante tiempo antes de lograr su estado óptimo; las válvulas generan calor, y pueden causar quemaduras graves si alguien las toca distraídamente, y los altísimos voltajes manejados por los amplificadores valvulares vuelven a sus usuarios – o a los hijos de sus usuarios – vulnerables al riesgo de electrocución accidental. Una argumentación así, que empieza con frontales asertos de autoridad y termina con solapadas amenazas de muerte, sólo podía tener un corolario lógico: que los defensores de los amplificadores valvulares eran amantes un tanto irracionales de la distorsión y negacionistas del sonido de la música en vivo; que la presunta “eufonía” y tangibilidad ambiental del sonido de sus equipos era en realidad un efecto espurio generado por el empaste del microfonismo; que la falta de estridencia en la reproducción obedecía en realidad a las limitaciones de la respuesta de frecuencia de los amplificadores – que rara vez llegaban más arriba de los 15.000 hertz –, y así sucesivamente. Los valvularistas, en este encuadramiento de la controversia, quedaban como unos hedonistas decadentes entregados a cualquier corrupción para la satisfacción de su placer, mientras los transistoristas eran unos puritanos estrictos que les contestaban: “La Virtud (o la Verdad, o la Alta Fidelidad, en este caso) es ésta. Si no les gusta, están con el Pecado (o con el Error, o la distorsión, en este caso). Cualquiera que cruce hacia arriba el umbral del 0,00001 por ciento de distorsión puede perder toda esperanza”. (Y también hubieran podido agregar: “El trabajo libera”. O “las órdenes de compra de Japan Inc. hacen la ley” ). Naturalmente, el mercado de masas cedió rápidamente ante el nuevo diseño, seducido por la fórmula de potencias más altas, equipos más prácticos, confiables y durables y precios más bajos. Sin embargo, una atracción igualmente importante fue la construcción ideológica que realizaron las agencias publicitarias de la industria de lo transistorizado como ola del futuro, de lo nuevo como sinónimo de bueno – lo que se repetiría luego con el Compact Disc, y entre ambos con la bandeja giradiscos de tracción directa –. El efecto era comprensible. ¿Quién, después de todo, no querría en algún punto evitar el envejecimiento y la muerte? La venta publicitaria del futuro – “ Tenga hoy en su casa el equipo del año 3000”, por ejemplo – corteja principalmente esta debilidad. Tener el presunto futuro es como hacerle trampa a la propia extinción. Como en el caso de los CD -aunque en una escala mayor – el triunfo general de los transistores no significó la completa extinción de la tecnología anterior, sino su atrincheramiento en un nicho de mercado selecto y por lo tanto caro, pero que sin embargo se mantiene lozano: hace mucho que no es raro encontrar un amplificador valvular de high-end de una empresa artesanal de primera que se vende por miles o decenas de miles de dólares aunque sus especificaciones técnicas caigan muy por debajo del modelo promedio del mercado de

masas (o aunque sus fabricantes directamente lo lancen al mercado sin ninguna cartilla de especificaciones técnicas). “Snobismo”, dirán los transistoristas, encogiéndose de hombros. Tal vez sea cierto en algunos casos, pero el hecho es que los usuales parámetros de medición han venido a resultar nada: todas las compacteras -desde un Discman hasta un modelo de 10.000 dólares – miden igual, prácticamente perfectas, pero nadie dirá que suenan igual. Algo crucial no está siendo medido, y en ese algo -hasta ahora detectable solamente de manera subjetiva- encuentra su nicho el high – end.

El duelo

La verdad es que este crítico no había prestado demasiada atención a la polémica entre valvulares y transistorizados, por lo menos hasta ahora. Y aunque tendía a simpatizar instintivamente con los subjetivistas de los valvulares contra los positivistas del osciloscopio, también era proclive a descartar la amplificación valvular en función de su general baja potencia, de sus altos precios, y de sus complicaciones prácticas. Además, el mundo de “ lo valvular” parecía un perímetro demasiado ancho y ajeno para ser catalogado y medido con alguna pretensión de precisión, incluyendo desde lo serio hasta lo payaso, pasando por distintas gradaciones de la excentricidad y la psicosis. Naturalmente, había escuchado amplificadores valvulares de alto rango, pero en circunstancias tan excepcionales y configurados en equipos tan exóticos como para volver la experiencia irrelevante para lo que podría llamarse “el audio de la vida real”. Mi visión (o audición) de las cosas empezó a cambiar en Holimar, donde la interposición de un preamplificador a válvulas en un equipo de alto rango logró el prodigio de transformar lo excepcional en sublime. La experiencia, que en realidad ocurrió en el contexto de una nota que no tenía nada que ver con la amplificación valvular, me dejó no obstante lo suficientemente intrigado como para emprender la búsqueda de un amplificador valvular razonable en potencia y en practicidad de uso- para compararlo lado a lado con un equivalente transistorizado de alta gama. Después de mucho trajinar, encontré la bestia necesaria en el amplificador de potencia Brel R Hoven 250, que entrega 130 Watts por canal, y que apareado a un amplificador pasivo de la misma marca se vende por $3.500. El competidor transistorizado elegido para comparar fue una combinación Mclntosh: el amplificador de poten- cia MC122 (de 120 Watts por canal) y el pre C15. El precio: $4.000. La fuente fue menos exaltada: la compactera británica NAD 522, que se vende por $500. Los cables fueron de SonicLink, a 120 pesos el medio metro. Y los parlantes fueron los Tango T0-03, que a $2500 el par representan una versión más económica de los que emplea el Teatro Colón, conservando al mismo tiempo su excepcional distribución de agudos -lo que es clave para la reproducción de la imagen estéreo y del posicionamiento instrumental-. Y aquí vuelve la tentación de pronunciar el veredicto del comienzo, o bien (lo que es lo mismo) de dejar de escribir esta nota. Ya desde las primeras pruebas, las diferencias sonoras a favor del BrelHoven eran tan grandes y tan obvias como para volver fútil toda experimentación ulterior. Muy raras veces ha encontrado este oyente un caso semejante, donde la superioridad de un diseño en una misma banda de precios y en un grado similar de diseño técnico resulta indiscutible en la primera audición, casi después de la simple reproducción en diapasón de la nota la. McIntosh es una marca conocida tanto por la confiabilidad y longevidad de sus diseños como por su tendencia a un sonido cálido y natural; sin embargo, precisamente en este último rubro perdió decisivamente ante el Brel&Hoven. Naturalidad, profundidad de campo sonoro, fidelidad en la reproducción de la interacción instrumental, podrían ser algunas de las irrefutables ventajas en que podría destacarse la superioridad de este diseño valvular -que, dicho sea de paso, no lo es del todo, sino que constituye un híbrido entre seis válvulas y dos transistores por canal –. Sin embargo, su verdadera grandeza radica en una cualidad técnicamente imposible de medir: su capacidad de transmitir la emoción del acontecimiento musical. Con El arcángel Miguel, de la trilogía Vitrales de Iglesia de Ottorino Respighi en la espectacular grabación de Geoffrey Simon y la Orquesta Philharmonia en Chandos, la restitución no sólo perdió toda sugestión de alarido en los fortísimos sino que ganó una espacialidad y humanidad notables en la interacción instrumental. Con la Primera Sinfonía de Sibelius por Osmo Vanská y la Orquesta Sinfónica de Lahti el sonido fue tan aterciopelado como potente, e incluso en una grabación muy deficiente como la Sinfonía Alpina de Richard Strauss por Herbert von Karajan y la Filarmónica de Berlín el amplificador se las arregló para de

ducir líneas orgánicas y lógicas de lo que antes había parecido un irremediable caos. Sintomáticamente, pasar del Brel R Hoven al McIntosh era abandonar un mundo de musicalidad en pos de un universo de agresividad metálica y neónica, lo que es sugerente ya que los McIntosh se distinguen por rehuir precisamente esta tendencia. No obstante, repito que lo más importante viene por el lado de la emoción, que quizás derive de la capacidad singular de estos equipos valvulares de reproducir con facilidad el lado cantabile de la música, de restituirlo acomodándose a su onda en vez de sintetizarlo por procedimientos espurios. Ignoro la razón, aunque tal vez “emoción” deba ser un nuevo parámetro a incluirse en las especificaciones técnicas, junto a “distorsión armónica” , o “relación señal-ruido” . Las desventajas son que las válvulas – que en este caso valen 12 dólares en vez de 100 – efectivamente se queman cada tanto, y para remplazarlas -lo que en este diseño no requiere de la intervención de un técnico – el usuario debe desconectar el aparato del tomacorriente por al menos media hora, ya que el BrelHoven opera con 400 voltios. Sin embargo, y a mi entender, es poco que pagar por este resultado
 

NOTA: Precios en dolares (o su equivalente en pesos).

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